Marina duerme desnuda. Su piel, acostumbrada a las heladas de Minsk, soporta sin erizarse las madrugadas de noviembre en Dallas. Le parecen incluso cálidas y sonríe cuando me ve taparme y tiritar.
Esta vez no es por el frío. Mi cuerpo se estremece porque he vuelto a tener la misma pesadilla, pero no se lo digo. No le gusta que hable de ello. Dice que los sueños a veces son premonitorios.
Me levanto sin quebrantar el silencio de esta aún penumbra matinal y mientras retengo en la boca el sabor del último sorbo que le he dado al café, me visto. Me gusta ir pronto al trabajo, llegar antes que mis compañeros, disfrutar a solas del olor de los libros nuevos, hojearlos e impregnarme del tacto inmaculado de sus letras en mis manos.
Me corto con la cuchilla al afeitarme y una gota de sangre deslizándose hacia mí cuello me lleva de nuevo a mí ensoñación. Al estruendo de los disparos, al bullicio del gentío, a las sirenas desgarradoras.
El timbre de la bicicleta del chico que reparte los periódicos me devuelve a la realidad. Salgo al porche y sonrío. El chiquillo, y mira que se lo he dicho veces, no termina por aprenderse mi nombre. "Lewis", ha vuelto a escribir con lápiz en el periódico, al lado de la fecha, 22 de noviembre de 1963.
Antes de que comience a pedalear de nuevo le grito:
- Eh, muchacho. ¡Lee, soy Lee Harvey Oswald!