Con el acerico en la muñeca izquierda y la cinta métrica
bajando por el tobogán que dibuja su cuello, sujeta el dobladillo del pantalón
con un par de alfileres.
Abre el costurero para coger una canilla negra para la Singer y la
enhebra con parsimonia, dejando escapar un suspiro que inunda la estancia.
Acompasa a sus recuerdos, el sonido cadente, hacia delante y atrás del pedal de la
máquina.
Es ese runrún, el que la evade hasta el último beso, donde la
aguja clava su acero en la soledad y sacude la sangre cada vez más salada.