Phyllis Turnbull, escucha el motor de la Vespa doblando la esquina de la castellana. Presumida, se pinta por última vez los labios ante el espejo y desabrocha un botón más de su camisa, como si mostrar la vertiente de su escote fuera una casualidad no estudiada.
Se asoma a la ventana y ve a su poeta de guardia descabalgarse de la moto. Se sonríen ante la atenta mirada de las vecinas. Su amor, además de incomprendido, es un secreto a voces.
Una vez en su apartamento, se besan como si en sus bocas no pudieran nacer ya más versos, se acarician y son poema, se miran y sus ojos, pecado, el roce de su piel, la Gloria.
¡Ya sé, ya sé!, dice la poeta interrumpiendo ese momento y encaminándose hacia la Olivetti. Ya tengo el título “Pecábamos como ángeles”. Enciende un pitillo y el humo se funde con la velocidad de sus dedos.
Phyllis suspira y se encamina a la cocina convencida de que nuevamente la comida y su piel, se quedarán frías.
No es fácil ser musa
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