Pasaba los veranos con mi primo Manuel entre bicis sin
frenos, bocatas de nocilla, lágrimas por chanquete, y brechas en las rodillas.
Diseccionábamos moscas no sé si por crueldad o por
curiosidad. Primero un ala, luego la otra, las guardábamos en cajas de
cerillas, les poníamos nombre y presumíamos de adiestrarlas.
Un día vino a despertarme a mi habitación con su cajita
preferida. Al abrirla el díptero salió huyendo con un corazón de papel adherido
a sus alas. Le besé en la boca, no supe hacer otra cosa.
Sentí que mis brazos
podían batirse en duelo con la gravedad.