Y nada más existió hasta el
próximo tren.
Acomodada en el andén, observó a la
luna cubriéndose con un manto metálico, deslumbrante, afilado. Como el bisturí
con el que disecciona sus recuerdos minuciosamente. Para engullirlos, digerirlos,
tratar de asimilarlos sin atragantarse.
El silbido del siguiente tren
quebró la atmósfera.
Su complejo proceso de digestión había finalizado.
Aquellos ojos color miel se
apearon frente a ella.
Le abrieron nuevamente el apetito.
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