En su espacio cósmico hacía años que no brillaba nada, ni siquiera el suelo recién encerado de la sala donde se ubica el péndulo de Foucault.
Un martes cualquiera, aún no se explica cómo, apareció él en el observatorio astronómico en el que ella trabaja como limpiadora desde hace años. Quizá producto del caos o como germen del origen, del infinito, de la inmensidad, quien sabe, pero como dos nebulosas sin rumbo, colisionaron sus vidas
Ahora se ven a escondidas. No tanto porque asuman que sus diferencias físicas puedan resultar chocantes a los ojos de cualquiera, sino por él, por esa extraña manera tan suya de entender las relaciones de pareja; sin tapujo alguno, sin reservas ni disimulos. Él es un exótico colonizador, un invasor a todas luces, un adorable bárbaro ya en la intimidad. A ella le gustan sus manos, adheridas a su piel como ventosas, y esas orejas verdes puntiagudas que le prestan atención cuando le dice: el espacio sideral será muy grande pero a mí me gustan las distancias cortas.
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