Hacinados en aquel enorme congelador, con la escarcha
descarnándonos la espalda, los labios tintados de añil.
Yusuff con la voz perdida, enloquecida, invocaba a Alá delirando.
Olvidé el sonido del motor y me sumergí en mis recuerdos, acunado
por el traqueteo del camión.
Volví unos segundos al desierto, jugueteé con los ojos brunos de
mis hijos, me acurruqué en el pecho de
mi esposa, sentí su piel arropándome, comencé a sudar.
No recuerdo cuando abrieron
la puerta ni quien lo hizo, sólo oí gritar.
Intenté moverme pero no pude hacerlo,
yo ya había sacado mi billete de vuelta.
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