lunes, 23 de julio de 2012

Pez grande, pez chico


Pasábamos las tardes pescando en el muelle, mientras el alboroto de las gaviotas se desvanecía con el vaivén de las olas, hasta que la luz se esfumaba por los tejados y la luna burlona nos miraba ya en la espuma del mar.
            No jugábamos con otros niños, estábamos siempre los mismos y en aquella simbiosis, en aquella endogamia fuimos despidiéndonos de la infancia.
Antonio extraviaba los ojos cuando llegaba algún pesquero. Uno en el horizonte, el otro en la embarcación, esperando la llegada de su padre, que zarpó cuando él nació y que jamás volvió.
Aquel momento le transformaba cada tarde. Se enojaba con todos y en particular conmigo, que siempre fui una presa fácil. El más débil de los cinco.
            Sus carencias eran la excusa para   humillarme y para volver a casa con el cuerpo amoratado, sin que el resto hiciera nada por mí. Cada uno aceptaba el lugar que ocupaba en ese submundo.
            Una tarde del verano del 85, volvió a suceder. Ningún barco atracó cargado con sus deseos y la emprendió conmigo. Una lóbrega nube me cubrió los ojos y el sedal de mi caña se aferró a su cuello. Sólo pude tensar aquel hilo con la misma fuerza con la que los peces se clavan aún más el anzuelo, ávidos de escapar de una muerte inesperada.
           Apenas el graznido estridente  de las gaviotas logró quebrar el silencio.


2 comentarios:

  1. qué fuerte! pero me ha gustado mucho!
    ;)

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  2. Es fuerte la actitud del pez chico, pero no menos fuerte es la del pez grande y a estas estamos demasiado habituados. Un beso pulguita.

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